Roble

Camila Florencia López
2 min readJan 20, 2021

J,

Llegué el domingo, lo decidí el sábado. Debí haberte avisado. Sabés que soy impulsiva, que a veces no pienso y que cuando me aturdo me escapo. Y fue así, no pensé, me aturdí como cuando pierde una canilla en algún rincón del edificio y no sabés qué puerta tirar abajo. Fantaseé con viajar, perder señal, desayunar criollitos en Tanti. Elegí el silencio. Me invadió el deseo: recorrer la soledad de un pueblo, la mía. Ignorar quehaceres. Que haya un río. Que haya en el río un roble, sentarme a su izquierda a leer Barthes. Tratar de entender algo (del libro y de todo). Diecisiete grados. Que el cielo se incendie y que el roble me cuide. Que haya azucenas dilatadas. Que el viento en la cara me susurre, en algún momento del día, lo que tengo que hacer. Que sea más fácil pedir perdón que hacer fuerza para que no me tumbe la corriente. Tenemos que hablar. Todo a mi alrededor construye un escenario que me hace creer que es posible que las cosas se resuelvan si cierro los ojos mientras juego con el equilibrio necesario parada sobre una piedra con moho. Me traiciona el escenario, no se resuelven así. La fuerza del río me enamora porque me desafía y me obliga a ser fuerte. Estar “bien parada”. Que en la orilla del río pase un perro petiso y con rulos, y se amanse, me mire y me acompañe. Le pedí, por lo menos, aprender algo. Y el roble y la azucena y el viento me dijeron: todo empieza por accidente y termina por una razón.

A la noche te llamo. Tenemos que hablar. Perdón.

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