Migas en la cama

Camila Florencia López
3 min readAug 19, 2021

Me había gritado tanto que tuve que chequear todos los días siguientes, durante una semana, si me había quedado muda. Hice balances incontables sobre si en el amor se soporta o no, si el déficit era mío por intolerante, si hay algo que diferencie una crisis pasajera de un punto de inflexión. No tuve respuestas inmediatas. Pasaron días varios hasta que creí encontrar claridad en el desorden generalizado y pude verme rendida y desnuda en tu cama, esperando que las preguntas se solucionen como por arte de magia, que aparezca una señal de un Dios en el que no creo, de un destino en el que no creo, pero que me ayude a tomar decisiones correctas e inmediatas que sean lo menos demoledoras posibles. Mientras él hacía comida salí a comprar cigarrillos -que es, para mí, la mejor forma de pensar-, caminé a pesar de los kioscos cerca y lo poco que me gusta Microcentro, y entendí que el deseo de volver a un hogar persistía pero que no era ése el mío. El departamento era chico, precioso, piso 10 en un edificio antiguo, ventanas hasta el techo y entrabamos bien (o mal pero acostumbrados) su gata, sus cosas, mi computadora y yo. Ni mi ropa. Yo había sido quien opinó antes de esa mudanza que era cálido e ideal y, dos años después, todos los adjetivos que se me ocurrían llenaban una columna de "Cons" (la de "Pros" totalmente vacía). Seguí caminando por lo de los cigarrillos y lo de pensar, y mientras cada uno de mis músculos se esforzaban al unísono para hacer media vuelta y volver, no había nada en esa casa que trate de cambiar la angustia. Y después de ese cigarrillo sólo pude ver un amor que se echa a perder y nuestras cosas -que de alguna manera envejecian-, aburriendose conmigo de los rincones de un lugar que antes amaba. Me molestaba todo. Me invadía la sensación de tener una piedrita en el zapato, migas en la cama, un corpiño mal enganchado que deja una marca y después hace un granito y después te pica y después todo es malo sólo por no haber hecho el primer movimiento bien. Si alguien me preguntase, no sé si supimos amar la casa o aprendimos a acostumbrarnos: hay respuestas que nunca encontré pero tampoco sé si quisiera tener, un día las ganas no pasan más el umbral necesario para ocuparse de y todo tema relacionado a la casa (y de vos y de mí) cansa, agota. La idea de una casa como un lugar al que no se quiere llegar es triste, muy triste: es un hogar deshecho, con agujeros de diferentes tamaños y pierde por todos lados. De cada uno de esos agujero salen restos, polvos, lluvias, yerbas secas, una mancha de humedad, pelos de animales, cáscaras de mandarinas y de piel, uñas cortadas, pañuelitos descartables, blisters de trapax, y nadie junta nada y a mí me molesta mucho el desorden.

Recuerdo el viento y la niebla antes de comprar cigarrillos en la resignación, y en ese domingo a la noche sentí que cada cosa que hice era un esfuerzo por mirarte más allá de los problemas de la casa pero el viento me inició una discusión en público y me metió en los ojos cada uno de los restos, los polvos, las lluvias, los cansancios; y bastó quedarme quieta frente a la puerta para resfregarme los ojos antes de entrar y así apreciar el momento exacto en que todo arrasa por un viento todavía inexplicable que violó todo lo que amamos o supimos amar o aprendimos a acostumbrarnos y entonces tiesa y con dolor en los ojos observé todo otra vez, para que cuando termine este viento de mierda pueda respirar hondo y definir, por un pálpito: habrá que entrar
hurgar la mierda para no olvidar
revisar cada agujero
elegir uno
dejarme ir con los restos
no sé a dónde
jugar con lo muerto
apreciar cada mancha
encontrar un recuerdo de lo cálido
y pedir como último deseo
que al caer haya un lugar mejor
más cómodo más lúcido más plácido
más amable con vivir.

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