Los tres días, mi pieza, las medias

Camila Florencia López
6 min readAug 28, 2021

Venía para todos los cumpleaños, por tres días: un día antes, el del cumpleaños y un día después. Desde chica recuerdo el revuelo que significaba que llegara mi abuela. Mamá se alteraba porque su suegra, Juana, era muy exigente aunque no se notaba tanto (como esos profesores del secundario que entran y hablan bajo, y todos los alumnos están inmóviles porque efectivamente saben que tienen en frente a alguien que observa todo), era sutil en su exigencia, se caracterizaba por el control de la mirada. Mi abuela era preciosa, muy particular, coquetísima, usaba siempre la misma ropa (que mantenía impecable) y a mí me gusta creer que tenía una especie de uniforme que iba variando según la estación. En invierno, polleras por debajo de la rodilla, medias de nylon, zapatitos de cuero, algún sweater de un color distinto al de la pollera (combinaciones: negro-azul, negro-lavanda, negro-rosa) con botones brillantes o nacarados; en verano, vestidos floreados tonos pastel, mismos zapatos. A mí lo de los nervios obviamente no me pasaba, me encantaba cuando venía porque a pesar de lo pesada y meticulosa que se ponía mi mamá, había rituales de comida que se mantuvieron en cada visita. Mi abuela supo ser una especie de licenciada en arroz con espinaca, milanesas y tortillas de papa, así que el día que llegaba comíamos milanesas y arroz con espinaca (que elegían mamá y Juan, mi hermano) y el día que se iba comíamos milanesas y tortilla de papas (por preferencia mía y de mi papá). No sé si alguna vez se debatieron los menúes, pero en cada visita, en cada cumpleaños, se repetía lo mismo: tres días de un ciclo milanesa-arroz-comida de cunpleaños-milanesa-torrilla.

Se notaba que ella la pasaba bien en casa, e incluso después de muerta, pobre, mi tía Estela me dijo que nosotros "los de Pedro" y "los de Nancy" éramos los que más la mimábamos, las familias dentro de la familia que mejor la recibían. Mi mamá siempre lo supo e insistía en los detalles porque decía ser una de las nueras favoritas y quería permanecer en ese lugar, defender el podio a capa y espada. Además, Juana no dormía en cualquier casa a pesar de tener bastantes opciones, tener nueve hijos es un problema muchas veces pero sobran casas donde quedarse si no volvía a Monte Grande.

Ese julio yo habré cumplido ocho o nueve años, recuerdo el día, el frío, los zapatos mojados, un poco el recuerdo debe ser porque no era tan chica y además porque siempre tuve muy buena memoria, como ella. Mi abuela siempre supo todo de todos, había memoria disponible para todos los cumpleaños de las nueve familias y sus anexos no tan cercanos, todos los chismes de san vicente, quien se murió y cuándo, y quién se casó y cuándo, quién se separó y cuándo (y por qué); y a la primera que se dió cuenta que yo era buena para la misma memoria decidió que yo también sepa todas esas cosas. De lleno en el clima de cumpleaños, cuando ya estaba casi todo listo, mi abuela me llamó como era costumbre a su falda en un rincón de la mesa, antes de que llegaran los demás, para darme un sobre con veinte pesos, y, también como todos los años, para explicarme que era un “gestito”. De más está decir que yo era chica pero no tarada y sabía que con veinte pesos no me iba a alcanzar para nada, ni siquiera para el cumplir un objeto deseado e irremevante que puede llegar a querer una nena con nueve años y ningún problema. También sabía que era lo que estaba a su alcance, no por mí, sino porque Juana había sido siempre muy justa con los veinticinco nietos (sí, somos veinticinco) y entendía que para todos el “gestito” tenía que ser igual. Una vez en la falda ella empezaba la explicación siempre muy clara, muy tierna, muy concisa, sobre por qué el regalo no era más que un gestito, y nadie la refutaba porque se entendía que era imposible para ella sostener un regalo genial para cada nieto. Entre nosotros, los primos, solíamos preguntarles a los que cumplían en los primeros meses del año si el gestito mantenía los mismos números que el del año anterior, con alguna esperanza de que fuera algo más, pero durante al menos tres años no cambiaba. Todo, absolutamente todo aumentaba en el país, excepto el gestito.

Pasadas las visitas, la torta y la noche de cumpleaños, dispusimos todo para irnos a acostar. Yo me había dormido en el sillón, me desperté para lavarme los dientes, ponerme el pijama y acostarme con mi abuela. Siempre dormimos en la misma pieza, ella en mi cama y yo en un colchón en el piso. Charlábamos hasta por los codos, como si fuéramos amigas con setenta años de diferencia: preguntaba si me acordaba de cuándo era el cumpleaños del Tío Héctor, de alguna prima, de cualquiera -un poco en chiste, un poco en desafío-, creo que para verificar si éramos tan parecidas como decían (sobre todo en eso de la memoria), si me había gustado la torta de naranja o la de chocolate, entre otras cosas. Me aconsejaba cosas que no me importaban a los nueve años pero que usé después: que siempre use aros, que las medias de nylon sean acordes a mi piel, tener pintauñas a mano por si se rompen, etc. Yo me hinqué para sacarle las medias, vi como el nylon le cortaba la circulación a esos tobillos hinchados, con varias várices a flor de piel, me fascinaban que una piel tan blanca pueda llenarse de tanta cosa vieja, una sensación parecida a la de chusmear un libro viejo y sorprenderse o admirarse con el olor, la tierra, el color nuevo, el paso del tiempo. Entonces Juana me pidió que le acercara el bolsito negro chico (siempre llevaba dos) y me dio, por primera vez, un segundo regalo: un alhajero. Me entraba en la mano, era de cerámica y tenía arriba una bailarina, como yo en ese entonces. Y en ese mini acto me pidió que mantenga el secreto, que no le contara a los demás, que era una situación especial, y a otra cosa mariposa, seguimos la noche como siempre.

Las siguientes visitas de mi abuela a mi casa se mantuvieron bajo la misma dinámica: los nervios, los tres días, mi pieza, las medias; y siempre la observé pispear que el alhajerito de la bailarina estuviera ahí, con el control de la mirada para chequear que esté en uso, que no se rompa quizás, no sé. Igual nunca me regaló algo para llenarlo, nunca lo pedí, nunca lo sugirió. Se mantuvo el ritual durante años.

En el 2012, pasada la enfermedad y la muerte también, el día que se reunieron los nueve hermanos para vaciar la casa y distribuir sus cosas, mi papá volvió a nuestra casa con una caja llena de reliquias que a nadie entusiasmaban porque recordaban la muerte y que esa casa que no iba a existir más, pero tratando de ayudarlo a él, chusmeamos las cosas de la caja. Había: fuentes enlozadas, unas teteras de cerámica que le había regalado mi mamá, un juego de té, todas las fotos nuestras (mi abuela en el living tenía toda la pared con fotos de nietos), y otras pavaditas. Cuando mi abuela vivía, siempre que podía decía para quién iba a quedar tal cosa. Si durante alguna reunión en su casa se hacía un té en la tetera que le regaló Chucho pero él no estaba, les aclaraba a todos los presentes que quería que si se moría había que darsela a Chucho; una especie de ida y vuelta que nos vino bien a todos para evitar los clásicos conflictos. Entre esas “pavaditas más”, estaba su alhajero. El alhajero de mi abuela es azul, rectangular, más largo que mis manos adolescentes, tiene flores pintadas y dice -Paris- atrás.

Cuando lo encontramos en la caja, mi papá dijo: Estela sugirió que lo tengas vos, que en alguna charla se lo había dado a entender, no sé muy bien, algo así. Por supuesto que no me negué, porque para mí significó que la única nieta con un alhajero de bailarina era yo, que incluso muerta me pedía que use aros, que esté coqueta, que elija siempre medias de nylon acordes a mi color de piel y que no revele un secreto. Perdón, abuela, a veces me molestan los aros, las medias las prefiero negras, siempre me olvido del esmalte y el secreto recién lo conté.

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